miércoles, 15 de junio de 2016

El emperrado o El bufido luminoso - (Primera parte)

El  cuento de hoy va en dos partes con la intención de mantener cierta uniformidad en el tamaño de las entradas.

El emperrado o El bufido luminoso
Alguien hizo la primera casa al lado de las vías recién tendidas. No está claro si ya estaba el tanque de agua para las locomotoras, es posible que sí. Del otro lado también edificaron y, poco después, se construyó una tercera casa, pegada a la anterior. De acuerdo con el número de viviendas terminadas, el otro lado iba cambiando alternativamente de lugar: un tiempo quedaba al Norte y a los pocos meses al Sur.
Un hecho ajeno fijó la ubicación definitiva del otro lado: el gobierno construyó, a lo largo de la línea ferroviaria, un camino consolidado que llegaba hasta la cabecera del partido. Así, este lado, el lado del camino, resultó bendecido, mientras el otro quedó con las manos vacías. El pueblo nació uno y doble al mismo tiempo, partido por la línea infinita. Debe haber pocas cosas más simétricas que un par de paralelas, sin embargo, hay quien dice hoy que ahí había una marca, una señal inexorable.

Cierta combinación de desorden, espontaneidad y azar acompañó el crecimiento urbano. Había algo de duplicación en el desarrollo, y también algunas especificidades. La iglesia estaba de un lado y el club social y deportivo del otro. La comisaría quedó de este lado, lo mismo que el Edificio Municipal. La estafeta de Correos y la Sociedad Italiana, del otro. Se fueron abriendo almacenes, verdulerías, mercerías, carnicerías, peluquerías y boliches, repartidos en forma más o menos pareja. Panaderías había tres, demasiadas para un pueblo tan chico, pero dos hacían reparto por toda la colonia. El tanque fue playón de carga, apeadero y terminó siendo Estación. La pavimentación del camino que pasó a ser ruta consolidó, definitivamente, las asimetrías. Los integrantes de las fuerzas vivas –que se agrupaban en el Centro Comercial–, previsoramente, se habían ido mudando hacia el lado que terminó favorecido. Imperceptiblemente se fueron formando dos bandos.

El primero que reveló el malestar que se iba haciendo carne entre los que quedaron del otro lado fue Mateo Albanese, dueño y maestro de pala de una de las panaderías. El tipo podría haberse quedado callado –su negocio estaba de este lado–, pero ya se sabe que los panaderos son rebeldes y anarquistas. Dijo en el bar: “Así como en Norteamérica la guerra de secesión partió el país al medio y dio la victoria a los del norte, así el pavimento ha terminado por privilegiar a los que vivimos de este lado y dejará cada vez más en el olvido a los del otro lado. Ese será para siempre el lado pobre”. Estas palabras estuvieron a punto de darle la intendencia en las elecciones siguientes, de no ser porque su agudeza intelectual no estaba acompañada en igual medida por algo de flexibilidad y conocimiento de la gente.  Una característica de los anarquistas, dijo el que le ganó que era miembro del Centro Comercial y vivía de este lado.

Con los años el pueblo fue creciendo hacia ambos lados pero, por más que parezca una cuestión natural, en la evolución siempre hay hijos y entenados. De este lado, del lado del camino, las cosas siempre fueron más fáciles. Allí llegaron primero los servicios de luz, la distribución de agua potable, los pocos teléfonos. Al otro lado también iban llegando, pero con cierto retraso y merma en la calidad, cantidad o lo que fuera que remarcaba la diferencia. El otro lado pasó a ser el lado del después.
El basural y el matadero municipal se hicieron del lado del después, eso sí, fuera del ejido urbano. El cementerio, del lado del camino. Sería injusto decir que todas las bondades estaban de una parte y las siete plagas de la otra.
La sucursal del Banco pareció a mucha gente un acto de reparación: un edificio nuevo se inauguraba en el lado del después. La Escuela Secundaria vino a compensar la anomalía, abrió sus puertas del lado del camino.
 
La división, esa línea fatal, daba vueltas de tanto en tanto en la cabeza de la gente que por alguna u otra razón se topaba con ella. Una maestra hizo redactar composiciones sobre la Patria, el progreso y la unión que el ferrocarril traía a los pueblos. Se hizo célebre la de un alumno con una frase que decía: El toro metálico recorre la llanura a los bufidos dejando un surco profundo hacia un futuro luminoso. Nunca se supo de dónde la había copiado la mamá, pero lo concreto es que el futuro luminoso no llegó, y menos para los afectados directos por el capricho económico-geográfico.
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El emperrado o El bufido luminoso - (Última parte)

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Los pobladores del lado del después parecían resignados o conformes con lo que la vida les había deparado y, sin embargo, una cierta altivez o un leve gesto de firmeza los unía ante el infortunio. Su mansedumbre rara vez se alteraba, y si cada tanto asomaba algún signo de rebeldía, el tiempo se encargaba de atenuarlo hasta que pasaba desapercibido. Por solidaridad, simpatía, noviazgos u otros hechos menores, a este grupo adherían también habitantes del lado del camino. Para la época en que el ramal fue clausurado, su situación se agravó. El surco profundo mostraba no tener fondo.

Justo es decir que también hubo gente que vivía muy tranquila, como si ignorara o no le afectara para nada la cuestión. Y no era sólo un tema de ubicación. No es fácil de entender pero hay gente así, que parece vivir queriendo estar siempre de los dos lados y a la vez.
Otros hacían grandes esfuerzos por disimular o restarle entidad al problema. Recurrían a todas las estrategias imaginables: desde hacer que la procesión recorriera tantas cuadras de un lado como del otro, hasta arreglar las dos plazas simultáneamente y ocuparse de que el concurso floral se hiciera un año en una y el siguiente en la otra. Las fiestas patronales alternaban rigurosamente la sede del festejo. Tanto empeño hacía que muchos se preguntaran si con el mismo trabajo no se hubieran podido hacer obras que acortaran las odiosas diferencias.

Los ritmos de la vida cotidiana terminaron imponiendo su propia dinámica. Los lugareños iban y venían, cruzaban, atravesaban de un lado al otro en función de sus necesidades, quehaceres y avatares, a su libre albedrío. En esos momentos, prácticamente nadie se acordaba de la existencia de la frontera. La línea se esfumaba, desaparecía.
La excepción fue Tino Rolandi. Es él quien merece que esto sea contado, porque con su actitud casi inverosímil trajo algo extraño y perturbador a la historia de ese pueblo en el medio de la llanura. Anunció con determinación, cuando todavía era casi un chico: Nunca cruzaré a ese lado, jamás. Toda mi vida me voy a quedar acá. Voy al médico acá, compro pan acá, trabajo acá. Hasta ahora no necesité nunca nada de aquel lado, así que puedo pasarme el resto de mi vida sin ellos.

Hasta donde es posible saberlo, cumplió su consigna al pie de la letra. Toda su existencia se desarrolló en la mitad a la que Dios acostumbraba olvidar o visitar con tardanza, el lado del después. Allí fue a la escuela primaria –no hizo la secundaria para no tener que cruzar–, allí tuvo el noviazgo, allí hacía todas las compras necesarias, allí puso su tallercito. Cuando por cualquier motivo tenía que ir a la ciudad, hacía media legua en bicicleta, la dejaba en el rancho de un amigo cerca del camino y allí esperaba el colectivo. Parecía sentirse libre en su propia restricción. 

Al principio lo tomaron a la chacota, pero con el paso de los años se fue haciendo evidente que la cosa iba en serio. Ya se le va a pasar, es una forma de llamar la atención,  se decía en los primeros tiempos. Pero cuando el tipo convirtió eso en una razón de vida, las opiniones sobre los motivos de su proceder se dividieron. Una testarudez. Un acto de rebeldía. Lo hace de aburrido, para matizar la vida de nuestro pago chico. Hay ideología allí. Es capricho, pura locura. Una firme convicción. Un desgraciado. Un tipo muy inteligente. Un toque de atención para las autoridades. Una prueba de la estupidez humana. Un llamado a rebelarse contra las injusticias. Si se habrán escuchado cosas…

A unos chicos que llegaron como hinchada desde un pueblo vecino les dijo claramente: “Lo hago porque a nosotros nos joden y yo me voy a encargar de que no quede en el olvido”.
Seguramente los motivos fueron cambiando a lo largo de su vida. A lo mejor al principio fue nomás un capricho o una broma que terminó convenciendo al bromista. Más tarde, la cosa fue tomando otros matices. Cuando supo que iba a morir pidió a sus amigos que lo sepultaran en el pueblo vecino. Dijo: “No voy a andar cambiando de ideas a último momento”.

Fernando Terreno
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martes, 7 de junio de 2016

Flor de lino - Con el mismo verso -5-

María Rosario Cipriota y Homero Expósito


María Rosario Cipriota fue docente, escritora de teatro infantil y poeta. Su obra más conocida, el libro de lectura FLOR de LINO, se usaba en la década del cuarenta, en primer grado superior, en las escuelas primarias. Era una de las “patas pedagógicas” de la construcción del concepto de Nación y de integración de los inmigrantes que se llevó adelante desde el Ministerio de Educación de la República Argentina.
Comienza con esta poesía:
Flor de Lino

Pequeñita, delicada,
¡flor de lino!
Eres joya de los campos
argentinos.

-¿Quién colores tan hermosos
te prestó?
-La República Argentina
me los dió. 

Es por eso que me arraigo
con amor.
¡Esta tierra me ha robado
el corazón!


Homero Aldo Expósito (1918-1987), poeta, fue uno de los más originales y finos letristas de música popular -especialmente de tango- de todos los tiempos. Entre otras joyas, escribió Trenzas, Afiches, Percal, Pequeña, Naranjo en flor y Vete de mí; a las que pusieron música los autores más excelsos del género. En 1947 compuso con música de Héctor Stamponi este vals

Flor de lino

Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso,
pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo.
Flor de Lino,
que raro destino
truncaba un camino
de linos en flor...
Deshojaba noches cuando la esperaba por aquel sendero,
llena de vergüenza, como los muchachos con un traje nuevo:
¡cuántas cosas que se fueron,
y hoy regresan siempre
por la siempre noche
de mi soledad!

Yo la vi florecer como el lino
de un campo argentino maduro de sol...
¡Si la hubiera llegado a entender
ya tendría en mi rancho el amor!
Yo la vi florecer, pero un día,
¡mandinga la huella que me la llevó!
Flor de Lino se fue
y el hoy que el campo está en flor
¡ah malhaya! me falta su amor.

Hay una tranquera por donde el recuerdo vuelve a la querencia,
que el remordimiento de no haberla amado siempre deja abierta:
Flor de Lino,
te veo en la estrella
que alumbra la huella
de mi soledad...
Deshojaba noches cuando me esperaba como yo la espero,
lleno de esperanzas, como un gaucho pobre cuando llega al pueblo,
flor de ausencia, tu recuerdo
me persigue siempre
por la siempre noche
de mi soledad...

Me gusta jugar con la fantasía de que el amor trunco o el desamor a que remite la letra pueda haber sido el de alguna compañera de escuela del poeta, con la que hubiera compartido el texto y su temprana lectura. O que el nombre del libro haya sido el apodo de alguna escolar enamorada, no correspondida y, por siempre presente entre el desasosiego y la nostalgia.
Fernando Terreno
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viernes, 3 de junio de 2016

Con el mismo verso -4- Darío y Lugones

Metempsicosis
(Teoría de la trasmigración de las almas. Reencarnación)
  

La hermandad de los poemas de esta entrega va más allá del hecho de tener el mismo título, Metempsicosis, y de ser emblemas del modernismo. Los autores eran amigos, las ciencias ocultas los atraían, se tenían mutua admiración aunque más tarde las relaciones se agriaron. Lugones lo llamaba maestro y, para los años en que escribieron estos poemas, ambos creían en la reencarnación.

Rubén Darío (1867-1916) lo escribió en París en 1893 y lo publicó por primera vez en México en 1898.  Tenía entonces siete estrofas, en 1907 le suprimió la cuarta quedando su versión definitiva así:

Metempsicosis

Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra la reina. Su blancura
y su mirada astral y omnipotente.
     Eso fue todo.

¡Oh mirada! ¡Oh blancura! y ¡Oh, aquel lecho
en que estaba radiante la blancura!
¡Oh, la rosa marmórea omnipotente!
     Eso fue todo.

Y crujió su espinazo por mi brazo;
y yo, liberto, hice olvidar a Antonio.
(¡Oh el lecho y la mirada y la blancura!)
     Eso fue todo.

Yo, Rufo Galo, fui soldado y sangre
tuve de Galia, y la imperial becerra
me dio un minuto audaz de su capricho.
     Eso fue todo.

¿Por qué en aquel espasmo las tenazas
de mis dedos de bronce no apretaron
el cuello de la blanca reina en brama?
     Eso fue todo.

Yo fui llevado a Egipto. La cadena
tuve al pescuezo. Fui comido un día
por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.
     Eso fue todo.
Rubén Darío
 


Leopoldo Lugones (1874-1938), publicó su primer libro, Las montañas de oro, en 1897. A él pertenece Metempsicosis, un largo poema escrito en prosa, del que Darío dijo “…pudiera ser firmado por Dante…”
Acá va un fragmento, puesto en versos. Quien quiera leer el original haga clic en este enlace:

Metempsicosis
 
Era un país de selva y amargura;
un país con altísimos abetos,
con abetos altísimos, en donde
ponía quejas el temblor del viento.
Sus colmillos brillaban en la noche
pero sus ojos no, porque era ciego.
Su boca abierta relumbraba, roja
como el vientre caldeado de un brasero;
y mis ojos miraron en la sombra 
una cruz nueva, con sus clavos nuevos,
que era una cruz sin víctima, elevada
sobre el oriente de un incendio,
aquella cruz sin víctima ofrecida
como un lecho nupcial.  ¡Y yo era un perro!
Leopoldo Lugones
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